Aunque tenía intención de iniciar los contenidos de Verba volant con elementos más actuales, la casualidad ha propiciado que recuerde una bonita historia que a mí me gusta evocar como "La chica del Pompidou". No es ficción. Quiero decir que pasó de verdad. O que, más o menos, pasó así. La memoria, elemento que inventa tanto como recupera, probablemente haya rellenado huecos vacíos haciendo de las suyas.
Sin ponerme a contar los años uno a uno, diremos que hace unos trece acudí unos meses en verano a París para realizar parte de mi tesis doctoral aprovechando una beca de una entidad de ahorro. Ahora se estila mucho eso de las estancias en centros extranjeros, pero yo fui por mi cuenta, salvedad hecha de unas conversaciones con el gran Marc Fumarolli y pocas cosas más. Me instalé en un apartamento que no tenía ni siquiera un frigorífico, con un baño poco más grande que una cabina telefónica en una de las localidades periféricas de París, a una media hora en metro. Quizá otro día cuente más avatares. Pero hoy toca, sólo, hablar del Pompidou.
Necesitaba para mis investigaciones recolectar mucho material sobre retórica, religión y oralidad en la Edad Media y la biblioteca del Centre Pompidou, por horarios, accesibilidad y material cumplía perfectamente mis expectativas. Allí hacía mis fichas, consultaba libros y trabajaba como un burro de diez a diez todos los días, a excepción de los martes, día de cierre. Otro día contaré más cosas. De dentro y de fuera. Hoy sólo hablaré de la chica del Pompidou.
Cuando necesitaba descansar un poquitín mi cabeza de tanto libraco teórico, hacia esporádicas visitas a los estantes de poesía. Me relajaba leyendo versos de poetas que conocía poco, de oídas y sin haber leído obras completas suyas. Hoy los nuevos medios de información y comunicación lo ponen todo más fácil, pero por aquel entonces yo sólo había leído un par de poemas de Jacques Prévert en el libro de texto de francés. Pasados unos días, cogí el libro Paroles, que admiraba por su sencillez y profundidad. Y allí me encontré con la chica del Pompidou. Ya se sabe que es frecuente que otros lectores, en un alarde de mala educación, hagan anotaciones y subrayen los libros que no son suyos. Este libro era uno de esos. Iba leyendo y me encontraba, al principio, totalmente indignado por la invasión de mi intimidad lectora motivada por un lapicero (¡menos mal!) ajeno. Leía y leía intentando sobreponeme al intruso que cercenaba mi interpretación. Pero no lo conseguía. Empezaba un poema e iba, ya directamente, a ver esas palabras, esos versos subrayados. Pero, a diferencia de lo que suele ocurrir, las líneas de grafito marcaban lo más importante, lo más hondo, lo más excelso. Y coincidían punto por punto, cosa rara, con mis extraños gustos. Si yo me hubiese visto obligado a este acto obsceno, hubiese suscrito (nunca mejor dicho) cada palabra subrayada. Era esa una sensibilidad lectora paralela y concomitante con la mía. Equidistante y atinada. Apasionada y apasionante. No sé por qué, enseguida imaginé que detrás de esas marcas se escondía una mujer con personalidad y criterio. No tenía ningún sentido: lo mismo hubiese podido ser un hombre, pero a mí me gustaba pensar en una mujer acurrucada en el deleite de los versos. Los poemas que restaban del libro fueron ya una co-lectura a distancia: sabía perfectamente que lo señalado sería lo bello y profundo, e iba directa y ansiosamiente hacia ello. La lectura a empezó a quedar traspasada como mero acto para consolidarse en un acto imaginativo sobre el tipo de persona de persona escondida tras las líneas marcadas: mujer guapa, intelectual y abocada a los desórdenes angélicos. Me enzarcé en la búsqueda de otros libros con idénticas marcas y encontré algunos. Un día, encontré un libro muy salido en una estantería. Tenía los subrayados de la mujer del Pompidou. Pero, a diferencia de los demás, albergaba una fecha (justo el día que marcaba el calendario) y una hora. La misma en la que yo escogí, obligado, ese libro. Nunca conocí a la mujer. Nunca supe cómo sabría a qué hora tomaría el libro. Pero estoy seguro de una cosa: la mujer-lectora del Pompidou era inmensamente bella.
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